La vocación de Luciano Pavarotti (1935-2007) por la música comenzó en un refugio antiaéreo en su Módena natal, bajo los bombardeos de la Segunda
Guerra Mundial, cuando era in niño. Su viuda, Nicoletta Mantovani cuenta que “allí escuchaba las bombas y cantaba agarrando la mano a los demás para tranquilizarse.

De la guerra sacó esa sensibilidad suya”. Tiempo
después, con 25 años, se trasladó por primera vez
a un escenario lírico. Fue Rodolfo en La Bohème, de Puccini, su ópera de la suerte, como él mismo la definió y la que siempre intent elegir para su estreno en los teatros internacionales. No tardó en ganarse el respeto de la crítica y el público, que lo legitimó con ovaciones infinitas —la de 67 minutos tras su actuación en L’elisir d’amore, de Donizetti fue durante dos décadas la más larga de la historia— y en las listas de ventas.
A diez años de su muerte se acaba de lanzar El tenor del siglo, álbum recopilatorio que reúne las grandes piezas a las que puso voz, como sus interpretaciones de Nessun Dorma, del Turandot de Puccini, que son parte de la historia de la música.

Nicoletta forma parte del Proyecto y preside la fundación que lleva el nombre del tenor y que,
a través de conciertos conmemorativos, becas para jóvenes voces y la casa-museo de Módena,
busca mantener vivo su recuerdo y legado. “Cultivaba su voz como un modo de corresponder
el don que había recibido; él decía que no era disciplina, sino devoción”, recuerda.

Mantovani analiza la brecha abierta con las generaciones actuales, a las que el tenor italiano recomendaría su axioma predilecto: “No cantar solo para llegar a ser famoso”. “Ahora hay una tendencia a dejarse ver, a crearse un nombre con prisas, pero una carrera se construye con paciencia”, señala Mantovani.  Secretaria de Pavarotti y después esposa y madre de su hija
pequeña Alice, reconoce que el tenor “siempre tuvo una inmensa libertad para hacer lo que
sentía y nunca hizo algo porque le fuera impuesto; eso hacía de él una persona auténtica, que te
llegaba. Ahora hay situaciones construidas: canta así, vístete de este modo, pon la voz de esta
manera… Eso llega menos a la gente”.

Su caso fue también paradigmático. Cuando comenzó a hacerse un hueco tuvo frente a sí a figuras sagradas de la talla del legendario tenor siciliano Giuseppe Di Stefano, ante el que se habían rendido los teatros de medio mundo; del singular tenorissimo florentino Mario del Monaco, el gran Otello de su generación; o del magistral Franco Corelli, que durante dos
décadas mantuvo la adoración de los aficionados a la ópera.

“Ahora un cantante tiene que hacer todo, ser buen actor, cantar mientras baila… eso no iba con
él; para él un cantante debía cantar, la voz es lo importante, ahora la voz se pone, a veces, en un segundo plano o al menos se equipara a otras cosas, no es siempre lo principal”, lamenta,
aunque está segura de que en esta nueva época habría encontrado su camino para xperimentar.
“Tener ese niño interior siempre vivo, curioso, listo para hacer cosas, con esas ganas de ponerse a prueba, era su gran fortuna”. De hecho, hasta los 61 años y con una amplia carrera no interpretó una pieza tan particular del repertorio italiano como Andrea Chénier, una extraordinaria prueba para tenores.

Cecilia Bartoli, a la que la revista L’Espresso definió como “la auténtica heredera femenina
de Pavarotti”, ha calado en una Italia huérfana del tenor.

“Luciano era un entusiasta de su figura, por su voz, su carácter, su belleza, una persona muy
importante para él”, relata su viuda. Pavarotti, siempre pegado al eterno pañuelo blanco, que
utilizaba para disimular ese ademán tan italiano de hablar con las manos, estaba particularmente apegado a su “italianidad” y a la intención de llevar al mundo la figura del tenor patrio.

“El problema de Italia es que, a menudo, se olvida de sus raíces; la ópera nació aquí, es importante profundizar en ello porque es parte de nuestra cultura”, añade.