Huir de Venezuela es cuestión de vida o muerte
Durante casi dos décadas, los ojos de inmumerables movimientos sociales se posaron esperanzados sobre Venezuela, cuyas políticas y liderazgo parecían responder a las muchas necesidades desatendidas de las personas más pobres e históricamente discriminadas en América Latina. Medidas como la creación de ayudas para madres de escasos
recursos, ambiciosos programas de alfabetización y la construcción de centros de salud fueron algunos ejemplos.
No todo fue perfecto. Grandes sectores de la población siguieron adoleciendo de protección, como las personas
lesbianas, gays, bisexuales, trans e intersex, cuyos derechos nunca fueron reconocidos, a pesar de que la región,
en líneas generales, avanzaba en esta materia. Pero la percepción mayoritaria, dentro y fuera de Venezuela, era
que el país progresaba.
Vivo con VIH desde 2009 y, desde el momento de mi diagnóstico pude comprobar que, a pesar de que la distribución
de los medicamentos y los controles necesarios para mantenerme sano fallaban puntualmente, el Sistema público de salud venezolano funcionaba a grandes rasgos. Mes a mes recibí la medicación específica, salvo pequeños retrasos, y pude acceder a los estudios necesarios más o menos con la frecuencia sugerida por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Sin embargo, estos últimos años he vivido en carne propia cómo los grandes avances conseguidos se han derrumbado con la fragilidad de un castillo de naipes. Los medicamentos desaparecieron, y no solo los míos:
desde artículos esenciales para las personas con diabetes, como la insulina, hasta quimioterapias. No se consigue el
tratamiento básico contra la hipertensión, ni antiepilépticos, ni un largo etcétera. En los laboratorios ya casi no
quedan reactivos para un análisis rutinario y en los centros de atención primaria crece la maleza. En los hospitales, infectados de aguas negras y regueros de sangre, nunca hay camas disponibles.
Organizaciones locales afirman que Venezuela padece un déficit de medicamentos de entre el 80% y el 90%, y la
mitad de los hospitales no están en funcionamiento.
A las procesiones de pacientes y familiares de farmacia en farmacia en busca de algo más que un “no hay, vuelva
otro día, pero no sabemos cuándo” se sumó de golpe lo nunca visto: grupos enormes de personas hurgando entre
la basura, tan hambrientas que optan por comer en el sitio y con las manos, entre la podredumbre y las moscas. Una
vez encontré a una anciana que, de rodillas y engullendo un tomate descompuesto, le intentaba hacer ver a su nieta
que aquello era un juego. Este panorama se ha hecho tan común que resulta evidente que la red de distribución de
comida por parte del Gobierno (cuyo acceso está frecuentemente condicionado a simpatizar con el proyecto
político oficial, lo que se traduce en discriminación) es insuficiente.
En respuesta a quienes se atrevieron a exigir su derecho a la salud y a la alimentación hubo lluvias de gases lacrimógenos, con los que se atacó de manera desproporcionada e indiscriminada a comunidades enteras. Una gran
cantidad de recursos —que pudieron dedicarse a attender las dramáticas necesidades de una población enfrentada
a la inflación más alta del mundo— se despilfarraron en draconianos despliegues de seguridad y gasto militar que
provocaron destrozos en viviendas y decenas de muertes en el último año.
Un equipo de investigación de Amnistía Internacional estuvo en diversos rincones del país y pudo comprobar cómo miles de personas se vieron afectadas. Muchas de estas viviendas permanecen expuestas a la altísima inseguridad que sufre el país, en tanto que sus residents no han podido siquiera reparar las puertas que les fueron destrozadas ya que incluso comprar alimentos se ha vuelto un lujo. Las denuncias de personas aún detenidas arbitrariamente
se cuentan por cientos. De igual manera, grupos de civiles armados cercanos al Gobierno deambularon con
la aquiescencia de las autoridades, como si tuvieran licencia para matar, accionando sus revólveres y golpeando a
cualquiera que expresara su descontento.
Lo peor de todo este panorama es que, como en caída libre, la situación en Venezuela está empeorando debido a
la mediocridad, paranoia y testarudez de los altos mandos que detentan el poder, quienes prefieren mirar para otro
lado antes que activar los mecanismos para que la población reciba la ayuda y cooperación internacional que tanto
necesita y que tantos países han ofrecido. Como quien trata de tapar el sol con un dedo, se niegan a publicar cifras actualizadas sobre el hambre y las enfermedades, y achacan las culpas a factores externos sin plantear alternativas
serias más allá de experimentos fracasados y más militarización.
Quien tiene hambre aún puede hurgar entre los restos de una familia menos desafortunada que la suya, pero quienes
tenemos condiciones de salud crónicas no podemos conseguir en la basura los medicamentos que necesitamos.
Tampoco podemos protestar. No nos ha quedado otra que huir en tal cantidad que representamos una de las pruebas
más fehacientes de lo que pudo ser Venezuela pero no fue.
Solo en Colombia, las autoridades migratorias calculan que el número de personas procedentes de Venezuela
ascendió a 550.000 el año pasado; en su mayoría han llegado caminando. Los servicios colombianos de salud
proporcionaron tratamiento urgente a más de 24.000 venezolanos, incluyendo mujeres embarazadas. Si no se hace
algo, pronto seremos muchísimos más.
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